sábado, 27 de diciembre de 2008

La esquina de Luisa

Luisa habla fuerte, casi a los gritos y rompe el silencio de la mañana. Su casa bajita, ubicada en la esquina de las calles Alem y San Martín, tiene las paredes pintadas de un verde chillón que se entronca con el tono de voz. Durante media hora o más, cada mañana, la esquina céntrica del pueblo de Trenel es de su propiedad. Luisa se levanta muy temprano y suelta a los tres perros. Después espera por el canillita, al que siempre reta con tono docente, porque el chico le trae tarde el diario.
Por la vereda camina despacio y saluda a los pocos habitantes que a esa hora circulan por el pueblo. Su cara se ilumina cuando el quinielero la visita y según la voz los vecinos se enteran si acertó algún premio.
La casa de Luisa tiene tres ventanas, la única persiana abierta es la del comedor diario. Desde allí asoma la cabeza para mirar hacia la calle. Tres también son los árboles de la vereda que un día de otoño mutiló. “Me cansaba barrer la hojas todos los días”, me dijo una tarde buscando justificar el daño en las plantas. Los árboles ahora lucen desnudos, solitarios y desprotegidos.
La rutina, incluye la conversación cotidiana junto a su amiga y vecina, Lidia. Se juntan cerca del cordón de la vereda y mantienen una larga charla. Luisa apoya el cuerpo en la escoba, Lidia habla sentada en la bicicleta. Las dos mujeres están unidas por la historia familiar y algo más: son maestras jubiladas.
Después, cuando Lidia siga su recorrido por las calles del pueblo, Luisa les grita a los perros para que vuelvan al patio. Luego, se sienta en el comedor diario de la casa cerca de la ventana y desde allí observa toda la esquina. Y también mira los árboles mutilados, tan solitarios como su vida.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Más allá de los pelos blancos


Teresa es una mujer de siete décadas, elegante y dedicada a la computación. Junto a su amiga y vecina, Haydee, fueron parte de la entrega de los certificados a 87 alumnos, que cursaron los talleres de Adultos Mayores en la Universidad Nacional de La Pampa (UNLPam).

El acto se realizó este jueves, en la sede de la Facultad de Ciencias Veterinarias de nuestra ciudad. La iniciativa forma parte de un programa que impulsa la Secretaría de Extensión de la casa de altos estudios, en forma conjunta con la Coordinación de Adultos Mayores del Ministerio de Bienestar Social de la Provincia.

Apenas terminó la ceremonia, Teresa y Haydee aprovecharon un ratito para conversar con LA ARENA sobre esta experiencia que les permitió aprender tantas cosas nuevas durante este año. Ambas mujeres destacaron cómo entender la tecnología las acercó a una forma de  comunicación diferente con la familia.

“Yo ahora chateo con mis nietos y amigas”, contó Haydee, abuela de seis chicos. Para Teresa, estudiar era una “materia pendiente” y, por eso, quería que sus nietos tuvieran de recuerdo una foto de ella, mientras recibía el certificado en la facultad. A dos escalones, su hijo que acababa de llegar de la ciudad de La Plata, la miraba orgulloso con la maquina digital en la mano. Las dos alumnas coincidieron en que a través de los cursos vencieron “el miedo a la computación”.

La ceremonia se realizó en el auditorio de Ciencias Veterinarias. Fue presidido por la vicerrectora de la UNLPam Estela Torroba y el secretario de Cultura y Extensión Universitaria Luis Díaz.

Hasta allí y en el medio de una tormenta incómoda se acercó cada uno de los alumnos acompañados de sus familiares. Abuelas y nietos se ubicaron en las butacas, cada una con el nombre del “alumno mayor”, que cumplió con el curso.

Un video institucional abrió el acto, para mostrar el trabajo de los docentes, mientras se recordaba el importante crecimiento demográfico de los mayores de 60 años en la provincia. El granizo, que repiqueteaba en techos y ventanas, no pudo tapar las voces de cada uno de los presentes al momento de cantar el Himno Nacional, para abrir después el espacio a las palabras.

Una alumna, Nelly Alvarez, del taller literario, destacó el nivel de las clases y cómo sus vidas se alimentaron de “nuevos sueños”. Desde el atril, ubicado en el escenario, agradeció a la universidad y a los docentes por la propuesta educativa. A pocos metros, en la mesa cubierta por una tela bordó, las autoridades le prestaban mucha atención. Luego, su profesora, Agüeda Franco, repasó el año lectivo y recordó en palabras de Olga Orozco que la poesía “no es complaciente, sino perturbadora”. 

 

Una “pelea constante”.

Durante su discurso, Torroba hizo hincapié en el compromiso de los alumnos y en la “avidez” por aprender. “Es conmovedor y nos enorgullece”, dijo la vicerrectora, para después explicar que 550 personas adultas mayores cursaron talleres en toda la provincia. “Estamos para satisfacer las necesidades de la sociedad”, agregó al rescatar el valor de la universidad pública.

Díaz, a su turno, enarboló la Reforma del 18 y los tres pilares que se deben cumplir desde los claustros: docencia, investigación y extensión universitaria. “Debemos estar abiertos más allá de la enseñanza y deben saber ustedes que es una pelea constante conseguir fondos para desarrollar extensión”, dijo Díaz. Luego, agradeció los aportes llegados desde Provincia para el área.

Cuando las palabras se aplacaron, los organizadores solicitaron a los alumnos de los talleres de manejo de cámara digital, computación y literatura se ubicaran en los pasillos para recibir sus certificados. Fue el momento en que retumbaron los nombres y apellidos, acompañados de muchos aplausos. Fue la noche en que las abuelas y los abuelos aferraron en sus manos el diploma, frente a la mirada emocionada de sus hijos y nietos.

lunes, 22 de diciembre de 2008

La espera del ciruja

Una belleza escrita por Jorge Göttling hace un tiempo...pero siempre vigente

También él es un paisaje de la Ciudad. Con cada ocaso, con la casa puesta como un caracol, el hombre se ubica en el mismo banco de la Plaza Francia. Despliega despaciosamente sus pertenencias, comienza a construir su lecho.Ocupará caprichosamente tres o cuatro metros cuadrados de la manzana más cara de Buenos Aires hasta que el sol despunte. Es difícil que alguien conozca su nombre, pero quien lo vio alguna vez, quien se tomó tiempo para descifrarlo, sabe que es un ciruja distinto. Tampoco nadie conoce su voz: no pide, no reclama, no protesta, no acepta.Improvisa su colchón con trapos grises, ennegrecidos por la suciedad o por los años, sus frazadas son extendidas bolsas plásticas, también un cuero pesado e incoloro. No se echará hasta la medianoche. Ilumina su banco la tenue luz de una tulipa pública. Eso es su escritorio y —creemos— su sala de lectura. El hombre lee un diario con la mirada fija, sin lentes, adivinando la letra impresa, hasta que el sueño llegue en su auxilio.Tiene ojos celestes, la sal del tiempo le oxidó la cara, le dejó estigmas, hinchado por el vino o los hidratos, manos que se prolongan en dedos amorcillados, con uñas largas y negras. Viste ropa ajada, que alguna vez estuvo de moda, como él. Coloca a su lado una casilla de madera, una cucha, que invariablemente portará cuando parta, al alba, rumbo al norte o al olvido.Alguien arriesga una historia sobre este ícono de la cadencia. Alguna vez fue próspero, tuvo esposa, hijos, amores tan furtivos como los sueños. Los hijos partieron, su perro se fue tras una perra y la mujer tras otro hombre.Pasó de la depresión a la locura, trató de refugiarse con sus hijos, pero no: nunca se sabe si falta una habitación o sobra un viejo. En orfandad aprendió que la vida es una lata que hay que seguir abriendo. No hay revancha para los duros, tampoco la busca. Se oculta, entonces, en la diáfana Buenos Aires de afiche. Resignado ante la pérdida y el olvido, solo ha guardado la casilla: él cree que su perro ha de volver

jueves, 27 de noviembre de 2008

La mujer del Tren


Un cuento mío...


Gina despertó ojerosa y con los labios secos. El pelo lacio caía sobre la almohada y el olor a sexo inundaba el cuarto del hotel. Acostada cerca del borde de la cama escuchó el agua de la ducha y la voz del desconocido. Se levantó lentamente y mientras se vestía encendió un cigarrillo; luego sorbió el resto de champaña que quedaba en la copa, tomó el dinero y se marchó.
De niña había soñado abandonar el pueblo y conocer la ciudad. A las amigas le repetía que sería bailarina y por eso estudiaba danza. Después de terminar la escuela pública, se hospedó en la casa de su tía, Telma, que acababa de cumplir 34 años y vivía en un coqueto barrio de París. Allí, en una habitación pequeña, acomodó las pocas pertenencias, mientras por la ventana asomaban edificios con fachadas que nunca había visto.
Su tía trabajaba como profesora de historia en un colegio privado del barrio de Faubourg Saint Germain y se ausentaba temprano de lunes a viernes. Tres veces por semana la visitaba el novio. Gina comenzó a buscar trabajo y ordenar la casa en forma cotidiana. Los hombres parisinos seducían sus noches solitarias despertando fantasías. Con 17 años, el cuerpo de Gina urgía. Una torpe experiencia la inició en el sexo. Desde chica estuvo enamorada del hijo del gerente del Banco. Crecieron juntos. La plaza del pueblo se convirtió en el lugar del encuentro la tardecita de los domingos.
Allí, en un banco de mármol blanco, Gina recibió el primer beso. Sintió los labios contra otros labios y la lengua húmeda jugando en la boca de su novio adolescente.
Una noche, después del cumpleaños de una amiga, los jóvenes se encontraron detrás de la escuela. Allí, Gina, sintió el cuerpo semidesnudo y el de su novio. Los muslos calientes se abrieron para dejar la virginidad. Los dos jadearon contra el suelo del aula y sintieron el aroma de los fresnos que rodeaba el antiguo edificio escolar.
Gina recordó esa mañana de agosto a su novio pueblerino y otros hombres que la hicieron temblar de placer. Caminó descalza hasta la cocina en busca de un yogurt y encontró un mensaje colocado en la puerta de la heladera: “Te espero a las 12 en café Café de Flore, frente a la iglesia. Telma”.
Ese mediodía, Gina escuchó de la boca de su tía la vida oculta que llevaba. Le contó que junto a su pareja regenteaba una agencia de prostitución para atender ejecutivos y políticos. Sin vueltas le ofreció ser parte del staff.
Una tarde regresó al pueblo. Sacó un boleto, desplegó el cuerpo de hembra sobre el asiento de cuero y repasó su vida. Llevaba puesto un vestido corto y tenía los labios pintados. Las piernas largas lucían medias transparente y ligas. Cuando el guarda le pidió el pasaje pensó que era una modelo entristecida de amor.
Al bajar del tren, Gina caminó por las calles arenadas con los zapatos altos que se clavaban en el suelo. A dos cuadras de la casa paterna, un joven muchacho que manejaba un auto con vidrios polarizados detuvo la marcha al reconocerla. El conductor bajó la ventanilla y le echó una mirada a la joven de andar provocativo.

“Gina, pareces una ramera”, dijo

“Se dice, puta”, respondió y siguió su andar.

G.M.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El acordeonista y la mucama


Un cuento mío, sobre la foto del maestro Robert Doisneau



Se levantó y buscó con la mano derecha el vaso de agua colocado en la mesa de luz. Tenía sed. Su cara alargada mostraba las ojeras de una mala noche. Los gemidos de Natasha no lo habían dejado dormir. Se juramentó que esa sería la última noche.
Caminó hasta el baño ayudado por el bastón y en las tinieblas se enjuagó la boca. Después inclinó el cuerpo flaco y se echó agua sobre la cabeza. En sus oídos aún estaban presentes los gritos del placer y se preguntó en qué momento la empezó a perder.
Cruzó con torpeza hasta el comedor de paredes descascaradas y tomó el acordeón. Los dedos largos comenzaron hacer sonar la melodía que despertó a la mujer.
Ella se despabiló y pidió a gritos que la dejen dormir. Michel presionaba con mayor fuerza cada botón del acordeón. Natasha, saltó de la cama y corrió hasta él.

-Eres un maldito, ni el día de mi descanso me dejas en paz- gritó enfurecida

-Sos la mucama más puta de Francia- le respondió con ironía, mientras olía el aroma de su piel. Sabía que estaba frente a él, desnuda.

Ella fue hasta la cocina y preparó el té. Después buscó las galletitas saladas y las colocó en un plato hondo. Tomó una bandeja y le acercó el desayuno.

-Eres el hombre más desagradecido del mundo- dijo ella, mientras sentía en la planta de los pies el frío de las baldosas. Él sonrió con sorna, bebió el té y partió hacia la plaza del pueblo.
Caminó despacio junto a las paredes hasta llegar a la esquina frente a la parroquia y se acomodó sobre el estuche del instrumento. Entre las rodillas apretujó una cajita metálica con tapa, donde los transeúntes soltaban las monedas. Colocó el bastón blanco sobre las piernas y los dedos comenzaron a presionar los botones del acordeón.
Las melodías fluyeron suaves, en la mañana clara. Su voz seca arrancó canciones en francés, que solo algunos se pararon a escuchar. Cuando el badajo de la campana de la iglesia golpeó once veces, cargó los bártulos y emprendió el regreso. Hizo un alto en la fonda y, entre gritos, pidió un trago. Con dificultad encontró una silla, después de tropezar con dos clientes. Maldijo la ceguera.
Sólo, entre la muchedumbre de varones, recordó la redondez de los pechos de Natasha, cuando ella lo despertó en el sexo. Fue una tarde, cuando su madre viajó por tres días a la campiña y él se dejó llevar por el desparpajo de la mucama que lo cabalgó hasta alcanzar un único gemido. Después rieron y él cantó para ella.
“Mis ojos conocían su mirada”, murmuró y pidió por otra copa que se empinó rápido. Dejó tres monedas en la mesa, tomó el acordeón y con la ayuda del bastón buscó la salida.
Me siento triste, pensó. Caminó tres cuadras. Los pasos eran cortos y aletargados. Llegó hasta la esquina de la casa y esperó el sonido del silbato del policía de tránsito para cruzar. Lo escuchó dos veces y avanzó. El golpe del auto impacto en el cuerpo y lo arrojó con violencia al asfalto. Una mujer adulta lo ayudó y colocó un buzo debajo de la cabeza ensangrentada.
Michel, abrió despacio los parpados y creyó reconocer la piel de ella. La encontró igual que la tarde en que se amaron por primera vez. Levantó una de las manos y buscó tocar la cara. Después sintió la garganta seca y pidió agua. “Acá no tenemos”, le dijo la mujer. Entonces, él, recordó su promesa de que sería la última noche.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Los tres bares y ella

Oír esa canción me desplomó sobre el sillón; cuando inserté el CD en el equipo fue por curiosidad. En la portada decía: “música varios”. No recordaba su contenido ni quién lo grabó.
La segunda pista tenía ese tema de Génesis que me llenó de nostalgia. Miré la ventana y detrás de las cortinas ví sacudirse las ramas de los árboles. El viento las zamarreaba y la música sacudía mi vida. Volví a recordarla.
Me sentí lejos y la sentí lejos como la tarde en que nos despedimos en un bar de Buenos Aires. Ese día sus ojos claros lo dijeron todo. No hizo falta leer la carta que dejó sobre la mesa.
Unos años antes, en otro bar frente a una playa, comenzamos a enamorarnos. Caminar en la arena cuando el día de verano amanecía era nuestro paseo preferido mientras el murmullo de las olas rompía el silencio.
“Sólo te besaré en Buenos Aires”, me dijo desafiante antes que sus vacaciones terminaran. Unas semanas después no resistí. Y en un bar de la calle Río de Janeiro, con mesas antiguas de madera, el amor remató la noche. Después caminamos por veredas angostas y en el medio de una avenida desierta grité que la amaba, mientras el olor del subterráneo invadía la ciudad.
Cuando el viento sacude con rabia las ramas siento miedo. Es que su mirada clara me sigue persiguiendo. Y si escuchó esa canción de Génesis todo se vuelve más confuso y difícil.

viernes, 21 de noviembre de 2008

"Las ciudades invisibles", Italo Calvino

LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS

El hombre camina días enteros entre los árboles y las piedras. Rara vez el ojo se detiene en una cosa, y es cuando la ha reconocido como el signo de otra: una huella en la arena indica el paso del tigre, un pantano anuncia una vena de agua, la flor del hibisco el fin del invierno. Todo el resto es mudo e intercambiable; árboles y piedras son solamente lo que son.
Finalmente el viaje conduce a la ciudad de Tamara. Uno se adentra en ella por calles llenas de enseñas que sobresalen de las paredes. El ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas: las tenazas indican la casa del sacamuelas, el jarro la taberna, las alabardas el cuerpo de guardia, la balanza el herborista. Estatuas y escudos representan leones delfines torres estrellas: signo de que algo —quién sabe qué— tiene por signo un león o delfín o torre o estrella. Otras señales indican lo que está prohibido en un lugar —entrar en el callejón con las carretillas, orinar detrás del quiosco, pescar con caña desde el puente— y lo que es lícito —dar de beber a las cebras, jugar a las bochas, quemar los cadáveres de los parientes—. Desde las puertas de los templos se ven las estatuas de los dioses representados cada uno con sus atributos: la cornucopia, la clepsidra, la medusa, por los cuales el fiel puede reconocerlos y dirigirles las plegarias justas. Si un edificio no tiene ninguna enseña o figura, su forma misma y el lugar que ocupa en el orden de la ciudad bastan para indicar su función: el palacio real, la prisión, la casa de moneda, la escuela pitagórica, el burdel. Incluso las mercancías que los comerciantes exhiben en los mostradores valen no por sí mismas sino como signo de otras cosas: la banda bordada para la frente quiere decir elegancia, el palanquín dorado poder, los volúmenes de Averroes sapiencia, la ajorca para el tobillo voluptuosidad. La mirada recorre las calles como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes. Cómo es verdaderamente la ciudad bajo esta apretada envoltura de signos, qué contiene o esconde, el hombre sale de Tamara sin haberlo sabido. Fuera se extiende la tierra vacía hasta el horizonte, se abre el cielo donde corren las nubes. En la forma que el azar y el viento dan a las nubes el hombre se empeña en reconocer figuras: un velero, una mano, un elefante...

jueves, 20 de noviembre de 2008

Milagro

Por Manuel Vicent
El País, Madrid, agosto de 2001


En la puerta de la heladera y también en el espejo del lavabo he escrito una oración con los colores ingenuos de Joan Miró, rojo, azul, amarillo. Siempre que entro en la cocina o en el cuarto de baño estoy obligado a leerla. La oración dice: cada día es un milagro. Aunque tengo la costumbre de afeitarme con la luz apagada, no obstante, vislumbro esa inscripción en el fondo de la oscuridad junto a la sombra de mi rostro. Ese aviso guarda también los quesos, frutas, mermeladas, pescados y otros alimentos. Antes de acceder a ellos debo deletrear mentalmente esa máxima como si fuera la clave que abre la caja del tesoro. Hace tiempo que considero que la historia universal sólo consiste en lo que sucede cada hora a doscientos metros a mi alrededor. Me afeito a oscuras porque sé que fuera están bombardeando constantemente, si bien no se derrumban las casas ni hay muertos bajo los escombros. Las ruinas sólo se producen en mi propio rostro, por eso apago la luz aunque no suenen las sirenas. Gracias a la oscuridad de momento logro salvar la cara. Es el primer milagro del día. Después de afeitarme salgo del cuarto de baño y al instante comienza la historia universal. Mientras me dirijo a la heladera oigo al chatarrero. Miro por la ventana su carromato lleno de trastos y me llevo una gran alegría al comprobar que no estoy entre ellos y ése es el segundo milagro. Abro la heladera: hay mucha mantequilla. Suena el teléfono: me llama un amigo. Salgo a la calle: hace sol, dos adolescentes se besan y yo encuentro un taxi enseguida. Leo el periódico: ha habido un accidente multitudinario y uno de los muertos no soy yo todavía. Oigo en el telediario lo que dicen unos políticos: es un milagro que yo no haya votado a esos idiotas. Asisto por la tarde a la presentación de un libro: me consuelo pensando que no soy yo el que ha escrito esa basura. Pude haberme visto el rostro en el espejo cuando me afeitaba, haber viajado en el carromato del chatarrero, no tener mantequilla en la heladera y en cambio haber escrito ese libro detestable. Cada día es un milagro.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Estrellas tristes


A las 9.20 de la mañana, la esquina de las calles 107 y 20 se pobló de mujeres, casi todas madres. Las nubes descargaron una lluvia rápida que obligó a buscar refugio bajo el follaje de los árboles y techos prestados. Dos agentes municipales se pararon bajo el agua a custodiar la tela que cubría la estrella amarilla con el nombre de Jonatan Tomaselli, que murió en esa esquina en el 2003 cuando chocó con su moto. Familiares y amigos de la Red Nacional de Victimas de Tránsito se sumaron a la convocatoria, cada uno con distintivos colgados en el pecho que recuerda a los que ya no están, porque la imprudencia los atropelló
Una larga bandera argentina con las caras estampadas de los muertos en accidentes de tránsito, cruzaba todo el ancho de la calle 107. Caras pampeanas y de otros argentinos. La mirada de Cacho, Walter, Angel, Sacha, Lucila, Damián, en una gigantografía colgada en una de las veredas recordaba sus vidas. Pedían no “sumar una estrella más al cielo”.
Cuando la lluvia aplacó, muchos vecinos ya muchos vecinos se habían sumado al acto. Llegaron las autoridades municipales encabezadas por el intendente, Jorge Tebes, junto a funcionarios y concejales. Alumnos y docentes de la Escuela de Sordos acompañaron la ceremonia. Otras madres caminaron hasta el lugar, algunas sostenían estandartes con la cara de sus hijos y la palabra “justicia”.
Un vecino adulto que salía de la farmacia se acercó a una concejala y con voz de ruego le pidió: “Por favor, paren las motos, andan descontroladas por la ciudad”. Todos los días hay en General Pico accidentes donde los motociclistas son protagonistas y así lo demuestran las estadísticas oficiales.
El intendente Tebes repitió varias veces en el discurso la palabra “prudencia”, al dirigirse a todos aquellos que manejan por las calles de General Pico y reiteró el compromiso de la comuna para continuar con los controles de tránsito en busca de disminuir la cantidad de víctimas. “El camino es la educación vial”, dijo Tebes en referencia a las charlas en las escuelas. Después rescató el valor de las madres que han perdido un hijo en accidentes y el compromiso que asumieron en la campaña para evitar nuevos muertos en las calles y rutas.
Silvia González, de víctimas de tránsito, pidió terminar con el manejo agresivo y aseguró que “algo está muy mal” en la sociedad al referirse a la cantidad de siniestros viales que hay por día. “En La Pampa, la mayoría de los muertos son jóvenes y niños”, dijo Silvia. Luego hizo un llamado para que todos se comprometan con el tema del tránsito.
Cuando nuevas gotas de lluvias asomaban, Silvia, con la voz desvanecida, dejó otro mensaje: “nunca como mamás pensamos que un día tendríamos que pintar estrellas por nuestros hijos muertos”. Después habló de las noches y días en soledad y de las habitaciones vacías que guardan la memoria de los chicos.
Luego, autoridades y familiares caminaron hasta el cruce de las calles 107 y 20, levantaron la tela blanca que cubría la estrella amarilla pintada en el pavimento y el desconsuelo se apoderó de todos. Cinco veces más se repitió la ceremonia en otros lugares de General Pico. Las estrellas que suelen brillar como tachuelas, desde ayer alertan a los conductores para que sus vidas no de opaquen.

viernes, 31 de octubre de 2008

Octubre de recuerdos


Un coro de mujeres y varones de pelos emblanquecidos, con ponchos pampas que cubrían los cuerpos, colocaron las carpetas con el repertorio entre las manos mientras afinaban las voces. Un leve rasguido de guitarra rompía el silencio sepulcral de aquel día de cielo de nubes grises, hace tres años.
Una multitud de vecinos conmovidos seguían en silencio la ceremonia de despedir los restos de una joven, de nombre Liliana y de apellido Molteni, asesinada 29 años antes; como 29 fue el día de octubre que la inhumaron en el pueblo. Su cuerpo había sido enterrado en forma anónima en una tierra anónima, junto a otros, en el cementerio de Avellaneda en 1976. Cada uno arrojado con crueldad a una fosa común en la noche trágica de los años de plomo.
Olga, la mamá de Liliana, alzó la voz para entonar el himno a la paz y cantar “Sólo le Pido a Dios”. Los demás integrantes del coro “Ayun - Tun” acompañaron cada estrofa para romper el silencio de la ceremonia.
A pocos metros, Fernando, el papá, permanecía con la mirada enrojecida que apuntaba al cielo; de las nubes caía una breve llovizna. En la penumbra de la capilla, ubicada en la entrada del cementerio, una pequeña urna blanca cubierta con una bandera y una flor contenía los restos de la joven trenelense que un día se fue a estudiar a la ciudad de La Plata se recibió de periodista y regresó a su tierra un octubre triste. Sólo dos coronas de flores fueron colocadas en el piso: Una, de la municipalidad y el pueblo de Trenel y otra, de los compañeros del colegio secundario.
Las voces se alzaron para pedir que el dolor no sea indiferente y muchos no pudieron contener el llanto. Algunos bajaron la vista, otros alzaban los cuellos de las prendas mojadas por la llovizna. Solo unos pocos abrieron los paraguas. Cuando las voces del canto se desvanecieron, Olga y Fernando, con más de ochenta años en la mochila de la vida, caminaron hasta la capilla y alzaron la urna con los huesos de su hija. Caminaron con el dolor sostenido entre los brazos por el pasillo central del cementerio, enmarcado por árboles de poca altura, con forma de sombrillas. Por detrás el cortejo de personas que raspaban las suelas en las baldosas y la tierra de los caminos angostos entre tumbas bajas y altas. Nada se oía en la tarde, sólo los pasos.
La urna blanca fue colocada en un nicho con pocas flores y con una placa que recuerda la memoria. Ese 29 de octubre, Trenel escribió en su historia el primer caso de recuperación en democracia de los restos de un pampeano desaparecido.
La noche que la secuestraron, Liliana Molteni compartía una vivienda precaria en Lanús Oeste, provincia de Buenos Aires, junto a Daniel Elías, su compañero de militancia y una nenita de dos años, que ambos cuidaban. Un grupo de tareas de la dictadura militar los secuestró. La pequeña niña quedó en manos de una vecina. Se presume que Liliana y Daniel pasaron algunos días cautivos en el centro clandestino de detención conocido como Pozo de Banfield. Después, fueron acribillados.
El viernes 31 de octubre a las 11, en el cementerio de Santa Rosa, serán inhumados los restos de Daniel. En la semana que se cumplen 25 años del retorno de la democracia, al suelo pampeano retornará uno de sus hijos; una compañera lo espera.

lunes, 8 de septiembre de 2008

La espera de la abuela

Detrás del humo blanco y la tierra que levanta el viento, está Eleuteria. Tiene 71 años y sus manos moradas que se extiende en dedos hinchados que sostienen galletitas en forma de oblea. Sentada enfrente del predio de la Sociedad Rural de Pico, y de espalda a las vías del ferrocarril, la mujer espera por alguien que cargue lo que juntó desde el inicio del día.
Está rodeada de cartones, cajas vacías, botellas, bolsas de colores y hasta con partes de una bicicleta rota. A tres metros, un tronco aún arde entre cenizas de lo que fue hasta hace poco un fuego donde Eleuteria buscó calor. Lo encendió al amanecer, cuando la sensación térmica en la ciudad marcaba seis grados bajo cero y los pobladores se despabilaban.
Eleuteria cuenta que cada día llega a las 5 y media de la mañana, para hurgar entre los contenedores cosas que después pueda vender. Desde diarios viejos, hasta alambre, caños de cobre y papel de todo tipo. De vez en cuando aparece alguna ropa que ella misma lava y arregla. “Así me gano la vida, y tengo algo más para comer, porque con la jubilación no me alcanza”, dice.
A su lado tiene las herramientas de trabajo: una tenaza y un cuchillo con mango improvisado. Con eso se arregla para empaquetar lo que puede ser utilizable. Después, lo depositará en su casa hasta que pasen a comprarlo, una vez a la semana desde Santa Rosa. Mientras habla llegan más vecinos a depositar basura. Los contenedores rebalsan de residuos. Alrededor hay desde cubiertas en desuso de camión y tractores, hasta cajones de madera. El ruido de los camiones municipales cargando ramas y troncos, rompe el silencio.
Eleuteria, no sabe precisar en que momento su vida ingresó en un tobogán. En un tiempo tuvo un hogar y un amor. Nacida en Conhelo, vivió en varios pueblos de La Pampa hasta refugiarse desde hace 9 años en General Pico, lugar en que la gente le tendió una mano solidaria. Enviudó hace 29 años y tuvo diez hijos. El número de nietos no lo conoce, y además, cuenta que no la visitan.
“Me gustaría vivir con alguno de mis hijos”, repite mientras vuelve un colocar un pedazo de galletita en su boca. Al igual que en muchas ocasiones, nunca se sabe si falta una habitación o sobra un abuelo o una abuela.
El viento helado no frena el ímpetu de Eleuteria para juntar cosas que otros ya no usan. La cara está surcada por arrugas que el rigor del tiempo estampó en su piel, dejando huellas. Los ojos se esconden detrás de anteojos de armazón plástica. Su pelo entrecano se sostiene con hebillas y parece regado por las cenizas del fuego. Al hablar, sus labios tiritan entre dientes que el agua oscureció.
Viste ropa gastada que quizás alguna vez estuvo de moda. Una campera gruesa, pollera de colores y medias de lanas en sus pies es el uniforme de casi todos los días cuando camina desde su casa hasta los contenedores. Ella, en soledad asimiló que la vida es como hurgar en una bolsa cuyo fondo parece no tener fin. Cuando la tarde piquense avance, Eleuteria cumplirá el rito de regresar a su refugio, o rumbo al olvido. Eso, solo ella lo sabe.

martes, 5 de agosto de 2008

Breve sueño en la mañana

El ruido de las personas plásticas que se levantaban en la mañana naciente era casi el único sonido que se escuchaba en la calle Sarmiento. El leve crujir competía con algunos ladridos de perros que vagabundean hundiendo hocicos en tarros plasticos con basura. El cielo negro se degradaba hacia el celeste y las estrellas titilaban.
Al cruzar frente a su casa bajita escuché que cerraba la puerta de la cocina. Con un poncho marrón colocado en los hombros enfiló hasta la vereda, agachando su cuerpo robusto para que su cabeza no golpeara contra las ramas de la parra. En el aljibe sin agua estaba colocada la cacerola para el lechero.
Caminó a mi lado hasta la calle Roca, apoyando una mano en mi hombro, gesto cálido y desusado en él. Al llegar a la esquina cruzó el terreno por el sendero que los pasos de los vecinos abrieron entre el pasto. “Buen viaje”, me dijo, como todas las mañanas. “Chau, abuelo”, le respondí. Y lo ví perderse entre árboles desnudos camino al hospital. Yo seguí mi recorrido dos cuadras hasta la Terminal de Omnibus, inaugurada en Trenel hace cinco días.

sábado, 2 de agosto de 2008

La llave en la mesa

Sobre la mesa del bar, cubierta con un mantel plástico transparente, descansan juntos un sifón y una botella de Cinzano, al lado esperan ansiosos dos vasos.
Eligió para nuestro encuentro la fonda de Don Demarchi, más conocida en el pueblo como “el cojudo grande”. Tal vez porque a pocos metros él tiene su casa y su taller. Antes fue carpintero, él mismo hizo las sillas plegables sobre las que estamos sentados pero ahora se dedica a la herrería, oficio que todavía dice amar.
Cuando me senté su rostro y su postura me conmovieron. Parecía apesadumbrado, su cara roja por el calor de la fragua -que acababa de abandonar- le marcaba con crudeza las arrugas. Sus ojos celestes parecían más claros, y el pelo blanquecino estaba despeinado.
Le había costado llegar hasta allí, a pesar de que su casa estuviese a pocos metros. Yo tuve que caminar casi la misma distancia, y confieso que tampoco fue fácil.
El dueño de la fonda nos dejó un plato con aceitunas sobre la mesa y se marchó. Las estanterías estaban abarrotadas de bebidas, donde sobresalían una botella de anís 8 Hermanos, tres de ginebra Bols, y varias sidras. Sobre el mostrador, se encontraba el diario La Prensa doblado junto a varios mazos de cartas y a un frasco con porotos. Un acordeón que seguramente había sonado durante toda la noche, apoltronaba sus fuelles sobre el despintado mueble
El calor agobiante se metía en el lugar que había sido abandonado por los parroquianos. Sólo moraban los interrogantes.
El sonido de un trueno alteró nuestras miradas, y anunció la esperada lluvia. Las palabras demoradas en la boca salían como pidiendo permiso. Sus explicaciones sonaban vanas, superficiales, imprecisas, desdibujadas, falsas, verdaderas. Un grito de la calle alteró la pesada paz: Adiós don Emilio! Sólo respondió el saludo con un ademán hecho con la cabeza.
Las primeras gotas caían sobre la tierra encendida como fuego, y el viento arrastraba a un cardo ruso, mientras el aroma a cosecha se dispersaba.
Siempre esperó que mi escritura fuera mejor que la suya, y que mis párrafos fuesen más elocuentes Aunque él, solo había llegado a quinto grado en su España natal, poseía una cultura ilimitada. Era dueño de un saber que sólo horas dedicadas a la lectura pudieron dárselo.
Su pluma quedó estampada en el semanario Claridad que fundó en 1933 para difundir sus ideas socialistas, que solía gritar en las esquinas del pueblo en los mítines políticos. La voz profunda lo ayudó a convertirse en un buen orador. No me supo explicar en que momento se alejó de la política. Su memoria parecía frágil, y la mella de los años se marcaba en sus manos algo temblorosas. Al fin de cuenta, llegar a la Argentina de 1904 con solamente 16 años, no fue tarea fácil.
En la soledad del barco, en la soledad de un país, pasó un tiempo hasta que un tren lo llevó al pueblo en 1912. Allí plantó su vida. Ahora frente a frente, y 40 años después, nos encontramos, quizás para dejar su testimonio y aclarar los puntos oscuros.
La tormenta ya estaba encima de los techos del pueblo, y el aire claro había desaparecido. Un nuevo chorro de soda en el vaso para refrescar la garganta y así poder retomar las palabras, entre gotas de sudor que recorrían la frente.
Un niño en pantalones cortos y con el pelo empapado deja el pan en la puerta de la fonda, mientras el segundo vaso de Cinzano muere en el día. La lluvia apura sus gotas, pero no las palabras. El tiempo parece detenerse. “La pipa, algunos diarios viejos, una libreta de tapa azul y las cartas las dejo en un cajón del mueble que están en la habitación. Esta es la llave que lo abre. Las respuestas a tus preguntas las tendrás que buscar vos”. Respiró profundo y se levantó muy despacio; bebió el último sorbo del vaso y me dio la mano. Lo miré a los ojos, y me pareció más alto. Por la ventana seguí su figura hasta que desapareció entre la lluvia y el tiempo. Sobre la mesa quedó la solitaria llave.

martes, 29 de julio de 2008

La vida en calesita



La vida suele ser una calesita que gira por cientos de pueblos. Y así ocurre para los integrantes de un parque de diversiones móvil que cada jueves por la tarde levanta el telón y comienzan con la función. Durante un día y medio estuvieron armando cada juego, ensamblando cada pieza ante la mirada de los chicos del pueblo. Llegaron a Trenel desde La Maruja, lugar que hacía años no ingresaba un parque y que los chicos, junto a su familia agradecieron. El próximo destino aun no lo tienen pensando. Quizás Ingeniero Luiggi o tal vez General Pico.
“Somos la diversión de los más humildes”, dice Cecilia, una mujer que no ha llegado a las cuatro décadas, y cuya pasión es el circo. En sus años más jóvenes se colgó de aros y anclas bajo las carpas. “El alma de todo circo es la pista”, agrega con seguridad. Por diez años su vida estuvo allí con malabares y trapecios. Su cielo fue la carpa y la pista su lugar en el mundo. Cada recuerdo la conmueve y modifica el tono de su voz. Antes de eso fue abanderada en la secundaria y ahora está estudiando analista de sistema a distancia.
Luego enfocó hacia el parque de diversiones en un emprendimiento que se inició de a poco. Junto a su pareja, Sebastián, y dos hijas viajan en colectivo de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. En otro micro viaja parte de la familia. Es la caravana de un parque de diversiones que tiene en su estadística casera miles de kilómetros andados, y cientos de pueblo conocidos.
El colectivo es el hogar portátil de Cecilia y Sebastián. Esta equipado con todo lo necesario para el bienestar: camas cuchetas, cama doble, placares, un baño completo, dos televisores, una computadora, cocina, lavarropa automático, mesas y sillas. Cuando llegan a cada pueblo estacionan la unidad, y se inicia el trabajo. Para ellos es su razón de ser, y por eso no se afincan ni en la ciudad grande ni en el pueblo pequeño, sino en la casa que cargan a cuestas como el caracol. Dicen que si tuvieran que elegir un lugar dónde quedarse seria cerca de los cerros y del sonido del agua de un río.
Sebastián, junto al hermano de Cecilia y algún ayudante lugareño arman cada juego. Distribuyen los lugares donde ira desde los kioscos, hasta los inflables, y los eléctricos. A pocos metros, Cecilia extiende un toldo desde el colectivo hasta unos palos que sirven de parantes. Acomoda todas sus plantas, los pájaros y suelta a los animales. Los loros copian palabras y la galería del hogar móvil está lista, con una mesa plástica servida.
Los que arman el parque saben que el jueves por la tarde se abre la función y es algo que ellos respetan. Solo el clima puede alterar la rutina que saben de memoria. Y en pocas horas convierten un terreno desolado, en un sitio de alegrías pasajeras. Es un montaje de entretenimientos que para muchos chicos es la única forma de reír con lo diferente. “La calesita es el payaso del parque”, grafica Cecilia para mostrar la importancia del juego en el esquema del parque.
Después dice que conoce toda La Pampa, “pueblo por pueblo” y que cada lugar tiene sus propios modos. “Algunos lugares son de gente más abierta, más afecto a este tipo de entretenimientos, otros más cerrados”.
Sebastian, dice que a poco de instalarse en una ciudad o pueblo intuyen si la gente es “cirquera” o no. Luego cuenta que las artes marciales es algo que práctica con entusiasmo y que no deja de enseñar. Mientras el viento helado sacude el colectivo, Cecilia y Sebastián se despiden esperando que el clima les permita trabajar por la tarde. En pocos días el camino se abrirá hacia otro punto cardinal del país donde comenzará la función. Detrás del telón imaginario hay escenas de la vida cotidiana que sudan para mantener la ilusión de mantener girando la calesita.

El Angel de la Bicicleta está en La Pampa

La solidaridad no se toma vacaciones y la honestidad no sabe de recesos de invierno. Brian Nicolás Basualdo, de 13 años, se despertó un poco más tarde en su primer día de descanso escolar. Compartió una taza de leche que le convidó su abuela, y se subió a la bicicleta. En el manubrio colgó dos bidones plásticos transparentes, como su vida y su mirada, para traerlo llenos de agua potable.
Vive en una humilde vivienda del barrio EPAM levantado por los propios ocupantes, en la calle Sargento Cabral, hacia el oeste de Trenel. Allí comparte sus días con su abuela, Adela, su abuelo, José y una de sus hermanas, Fiorela. Nicolás pedaleó pasada las 10 de la mañana por la calle 9 de Julio hasta la planta potabilizadora. A pocos metros de cruzar la calle España vio un portafolio tirado en la calle cerca de uno de los cordones. No dudó un instante, lo cargó y lo llevó hasta una de las radios FM locales. Adentro había una suma de dinero cercana a los 10 mil pesos, documentación personal y una chequera. Todo extraviado por un hombre de campo.
Momentos antes, Héctor Muñoz, había estado en la sucursal del Banco de La Pampa. Realizó gestiones y retiró un dinero ahorrado para pagar gastos. Después se dirigió hacia la oficina de unos consignatarios de hacienda con quienes compartió una conversación adentro y afuera del lugar. Al parecer, Muñoz apoyó el maletín con el dinero y la documentación en la rueda de auxilio ubicada en la caja de la camioneta en la que circulaba y lo olvidó allí. Cuando arrancó, el maletín cayó al pavimento.
A las pocas cuadras, el productor se dio cuenta del faltante y comenzó a recorrer la zona. Se dirigió a la Comisaría y luego hasta la sucursal del banco que en ese instante estaba llena de clientes. Su maletín y el contenido estaba ya a salvo: Nicolás Basualdo lo había encontrado y depositado en los estudios de FM La Voz.
Tanto Héctor Muñoz como su esposa, Marta Barbero se mostraron muy emocionados por el gesto. “Hice unas cuadras en la camioneta y me di cuenta que me faltaba el maletín. Regresé rápido al lugar dónde había estado, pero no había nada, y fui hasta la comisaría. De allí me aconsejaron que vaya hasta el Banco para denunciar el faltante de la chequera. Fue un momento de mucho nerviosismo”, contó Muñoz a La Arena.
“Cuando decidí ir hasta la FM (La Voz) para avisar que había perdido el maletín, no podía creer que ya lo habían devuelto”, agregó. En su interior acumulaba miles de pesos, junto a la documentación. Nada faltaba.
La esposa de Héctor, Marta Barbero, se emocionó al recordar el gesto del chico. Y rescató la forma en que fue educado. “Vamos a regresar a abrazarlo”, dijo la mujer que también, tuvo elogios para los integrantes de la FM dónde fue devuelto el maletín con dinero. Nicolás, por su parte, siguió con su rutina: disfrutar de los días de recesos junto a sus amigos del barrio. Sabe que la honestidad es un valor tan preciado, como el agua potable que va a buscar todos los días, en su bicicleta de ángel.

martes, 15 de julio de 2008

Lunes, otra vez


Es lunes, otra vez, y la familia de Héctor Arguello se apresta a cumplir con las labores de mantener la huerta comunitaria. Ocupan un espacio de tierra, en el barrio Ranqueles, en la esquina de las calles 46 y 25 a pocos minutos del centro de la ciudad. Son ellos una de las 600 familias de General Pico que tienen su huerta. Algunas de mayor superficie, otros cultivan a menor escala en terrenos de unos 100 metros cuadrados.
El hijo mayor de Héctor inició sus vacaciones de invierno hundiendo sus pies en la tierra, caminando en forma lenta detrás del caballo que tira de la rastra. Por unos días, al igual que otros chicos, se alejó de los pupitres de la Unidad Educativa, pero el receso estará surcado por el esfuerzo.
En otro sector del terreno, el sol y el aire caliente orea la ropa colgada en un improvisado tendal sostenido por dos palos. La hija de Héctor, que cursa estudios en la Escuela 241, tiende cada prenda. Muchos defensores del planeta la aplaudirían. Los ambientalistas afirman que si se volviera a la vieja costumbre de tender la ropa, se reduciría notablemente el calentamiento global de la Tierra.
Héctor se lamenta por la piedra caída semanas atrás que malogró en parte la acelga. Pero, muestra el invernadero levantado con colaboración y asesoramiento de la comuna, la provincia y el INTA. Dice que con el aporte de los especialistas pudo construir el túnel. Allí crece lechuga, remolacha, perejil, rúcula. Eso le permite mejorar la economía familiar en invierno, esperando que los meses de verano entregue una buena producción. Entonces serán entre 16 a 20 los productos que comercializarán. Héctor muestra las instalaciones, mientras su hijo sigue en la tarea de pasar la rastra para quitar el “ajo macho”. Después lo junta, apila y lo quema. Cuidan de la tierra, para rotarla. Lejos de las discusiones por la soja, que parecen haber calcinado suelo y cabezas. “Si hay algo que le exijo a mis hijos es que estudien”, dice Héctor, que con sus 39 años, es padre de tres y junto a su esposa pone su empeño en vivir de lo que produce.
A unos 80 metros está la casa de Angel. Vive con su madre y hace 12 años que trabajan en la huerta. Un día llegaron desde Mendoza y se quedaron. Explica todo con una sonrisa mientras camina la casi hectárea de tierra que trabaja. Toda su familia se dedicó siempre “a la quinta”. Su producción de lechuga amarga y dulce, zapallitos, calabazas, y acelga, la vende en comercios que el recorre con una moto y un carrito. “Mi principal herramienta de trabajo es el caballo”, dice. Al igual que otros emprendedores pudo realizar un invernadero para proteger la producción y está terminando la infraestructura. Espera que el clima no maltrate sus horas de manos hundidas en el suelo.
Se estima que el mayor porcentaje de personas dedicadas a la huerta familiar son jubilados y muy pocos jóvenes. Con el plan impulsado desde Desarrollo Social y el INTA se busca que las familias abandonen el asistencialismo y vuelquen sus esfuerzos a trabajar la tierra.
Lejos de las marchas y las contramarchas. De palabras descalabradas por las retenciones, familias silenciosas, empujan un caballo y una rastra, para poner en su mesa el alimento cotidiano. Como en otros tiempos, cuando la granjas ocupaban el fondo del patio de la casas y la soja era una palabra casi desconocida.

lunes, 30 de junio de 2008

Los que viven de la basura


Hay en General Pico 42 familias que viven de los residuos. Sus manos enguantadas se sumergen de lunes a sábado entre la basura domiciliaria que miles de vecinos sacan todas las noches. Están agrupados en una cooperativa, bautizada como “Don Alberto” y tienen entre sus dedos la responsabilidad de separar los residuos de toda la población.
Los camiones cargados con bolsas de todos los tamaños y colores acarrean entre 30 y 35 toneladas de basura por día. La llevan hasta la planta de reciclados de residuos urbanos (R.R.U) dónde comienza el proceso de selección.
Allí, 10 mujeres y 32 hombres se enfundan con guardapolvos, guantes y botas, para ubicarse cada uno en su puesto. Comenzarán a las seis y media de la mañana, y su día laboral termina cerca de las dos de la tarde.
Ocho se ubican en el elevador y seis de ellos cortan las bolsas llenas de residuos. Dos son los abastecedores. Desde pilas hasta restos de comida, todo sube hasta la cinta dónde se clasifican los residuos.
“Funcionamos como cooperativa independizada desde hace más de dos años. Este es nuestro trabajo, y somos los que recibimos toda la basura de los domicilios de General Pico. Después de la clasificación y las prensas, quedan armados fardos que pesan entre 300 y 400 kilos”, explica Angel Duarte.
Mientras recorre la planta, un ruido permanente a vidrio se escucha en el exterior de la planta: miles de botellas se amontonan una sobre otra, al caer por un túnel que las trae desde el primer piso. Tienen distintos tamaños. Desde las de sidra hasta las de vino de selección. Con etiquetes o sin ellas, pero todas juntas.
En la planta alta de la planta, sobre un piso metálico enrejado, con una especie de balcón, las manos de los trabajadores y las trabajadoras, separan la basura. La cinta transportadora gira y trae todos los residuos que previamente fueron quitados de las bolsas en el elevador.
Cada uno tiene una tarea. Se separa el cartón, del cartón sucio; lo orgánico de lo inorgánico. El papel blanco va para otro lado y el de color aparte. A las botellas plásticas se les quitan las tapitas que son colocadas en tarros, igual que las pilas. El aluminio y el cobre también son separados y colocados en otro sector. El plástico se divide según su densidad. Después las prensas hacen su trabajo.

Fardos. Antonio Arévalo tiene 36 años y siete hijos. Es el encargado de la planta por decisión de sus compañeros. “Acá la gente te elige o te saca para cada puesto”, dice. En sus palabras se encuentran uno de los principios cooperativitas: un hombre, un voto. Antonio es el primero en llegar a la Planta y el último en irse. Todos los días se levanta a 5 de la mañana. Le gusta su trabajo. “Este es mi laburo”, cuenta mientras abre los brazos mostrando el lugar. Seis de sus hijos van a la escuela 241. El más chico es un bebé de un año y nueve meses. “Es el que cuida la casa junto a mi mujer”, dice entre risas. “Además, no soy el que más hijos tiene, hay un compañero que tiene 10”, aclara.
En el galpón retumba el ruido de la maquinarías y las voces de los otros integrantes de la cooperativa. “La mayoría de nosotros hace años que estamos juntos y tenemos buena convivencia. Algunos jóvenes ingresaron hace menos tiempo y se adaptaron bien”, cuenta Antonio.
Mientras el grupo de la mañana, acomoda sus herramientas y espera por el vehículo utilitario que los lleve a la ciudad y sus hogares, Antonio, explica que por la tarde se realizan las tareas de mantenimiento.
“Es un equipo de tres personas, muy responsables. Deben realizar la limpieza del playón, de los rodillos, de las cámaras, las cintas y también hacen los fardos”, cuenta. Para Antonio, su faena termina cuando llegan ellos.
Después, por la noche, las manos de los vecinos depositarán sus residuos en bolsas que los camiones recogen. La tarea de clasificar la basura comenzará de nuevo como cada mañana, cuando los dedos de los trabajadores de la cooperativa hurguen en cada residuo. Para ellos, las tapitas de la botellas no tienen premio; llevan el significado de la palabra sacrificio.

lunes, 9 de junio de 2008

Crónica: La mezcla Perfecta

Una opinión de Paulina Roblero Tranchino


Periodismo literario. Una polémica unión que marca una forma diferente de observar y narrar el mundo, lo cotidiano, lo histórico y lo particular. Su presencia da vida al uso de recursos literarios tan válidos como la información que es expuesta. Reconocibles por su proyección en el tiempo y por la pluma de quien las crea. Las crónicas son el punto de encuentro entre estilo literario y la investigación periodística.
La crónica. Para algunos la marca de una exquisita y complementaria forma de enfocar y narrar los hechos, para otros un híbrido terrible que carece de sentido y lógica argumental. La constante batalla entre la supremacía de los estilos periodísticos convierte a la crónica en el parámetro a seguir de muchos, evocando y copiando particulares estilos y firmas de connotados periodistas literarios o escritorios investigativos. También es posible notar el repudio de quienes se limitan a una estructura rígida, pasiva y poco comprometida con el arte de saber narrar o plasmar una historia a través de hechos y datos.
Es a raíz de esto que podemos ver cómo existe un continuo cambio de bando entre los cronistas; pues de periodistas reconocidos pueden pasar a escritores primerizos, indagando y circulando por territorios que aún no manejan con propiedad, pero de los que harán su reino como suele suceder. También es posible encontrarse con escritores que juguetean con el análisis detallado, con la información exacta y la participación activa de notas dignas de un periodista. El paso de un escenario a otro, de una profesión a una pasión activa, es la posible causa que genera las envidias de quienes se atienen a su oficio sin innovar en la narratividad.
La razón es simple. Con la crónica la pluma cobra vida. El rol presencial del periodista se expande a sectores más libres de expresión, los hechos pueden ser tomados de distintas aristas, es posible detenerse a observar otras zonas, quizás ignoradas, por las líneas editoriales de los medios y gracias a esto, a la libertad, pueden sumergirse en sectores inexplorados de gran peso. La crónica recoge fundamentos literarios y se cobija en técnicas periodísticas que la someten a una unión particularmente rítmica y permisiva. Puede incluso que en ocasiones la imaginación supere la realidad de los hechos, pero esto no significa que una crónica falte a la verdad. Si puede significar que saque lo mejor de ella, o que mire el vaso medio lleno pero a veces un tanto vacío. La receta aún no está muy clara.
El ornitorrinco
Para Francisco Mouat la crónica está presente en todos lados,el fi ltro es quien recoge las historias. Narrar los hechos cotidianos, pequeñas desventuras (con moralejas en ocasiones graciosas) es parte de las licencias creativas que de tan buena forma maneja el texto literario. En algunos momentos la crónica puede hablar de lo no necesariamente relevante, pero de lo sí armoniosamente planteado. El muñequeo entre contingencia, crítica, banalidad y opinión pueden compartir sabrosamente espacio en un juguera de caracteres bien incorporados.
La crónica está conformada por una serie de mezclas, cual ornitorrinco. Este ejemplo es usado por Juan Villoro, quién define a la crónica como: “La encrucijada de dos economías, la ficción y el reportaje”. El hemisferio creativo se une con el hemisferio racional dando vida a quién dedica su vida, quizás de forma más prolongada de lo querido, al freelance. Sometiéndose así al cheque esporádico, que alimenta no sólo su estómago, sino que ayuda a su pisoteado ego. Los cronistas de hoy no tienen el respeto y la soberbia de antaño. El territorio que dominó tan firmemente la voz latinoamericana, parece diluirse en un mar de blogs de opinión, guinchas informativas y el acelerado consumo del detalle exacto y preciso, carente de decoraciones o presentaciones prolongadas. Pero la crónica es una maravilla. En ella, el relato de los hechos hace cómplice al lector como invitándolo a leer una novela de no ficción en tiempos cortos. Deleitarse con la particular forma de los autores de plasmar la realidad en un texto firme y constante, es un placer al intelecto; un culto masivamente impopular, pero muy bien remunerado por el intelecto del lector
La extinción de la crónica aún no comienza, pero los acelerados tránsitos de la posmodernidad consumen todo, hasta el tiempo y la dedicación del lector. Martín Caparrós señala que la crónica llega a ser una posición política en medio de una supremacía de noticias, en ocasiones, tan irrelevantes. Por ello la crónica se convierte en el medio de escape de la población para enfrentarse a temas nuevos.
La lección que debemos aprender es que hay que saber cuidar las reliquias que hay en los testimonios de nuestro tiempo.
De la crónica al reportaje
Hay que dar un paso pequeño para pasar de la crónica al reportaje, pues ambos indagan en detalles precisos para construir una investigación que sea informativa. Pero el estilo subjetivo y en ocasiones poético se pierde en la travesía que va de uno a otro. A pesar de ser versátil, y a atreverse a romper los moldes tan rígidamente expuestos por las reglas del periodismo, el reportaje se queda más en el dato duro, en la palabra precisa y en el eterno y utópico intento de ser neutros ante la exposición de los hechos. La calidad y rigurosidad de los datos sobrepasan, pero no del todo, el amplio campo de juego que posee la crónica. Además, el reportaje es de exclusivo dominio de los periodistas, alienando por completo cualquier intento de un atrevido escritor inspirado por ser parte de él. En este caso, las reglas del juego están claras.
De todas formas, ambos constituyen la mirada más profunda y dedicada que se puede construir. Son compañeros en un escenario que intenta recuperar el énfasis de la palabra ante la inmediatez y apurado tránsito de los lectores.
La crónica, como mezcla perfecta entre literatura e información, tiene una vigencia infinita, mientras seamos varios los que intentamos reubicarla en su merecido sitial.
Los invito a que se den el tiempo de recorrer diversas miradas y estilos con autores como: Juan Gelman, Carlos Monsivais, Francisco Mouat, Martín Caparrós, Rosa Montero, Ryszard Kapuscinski, Pedro Lemebel, Ima Sanchís, Alberto Fuguet y Manuel Vincent, entre otros..

jueves, 5 de junio de 2008

Una vida de cartón

Juan tiene 18 años, y junta cartones. No sabe ni de retenciones, ni de soja. Cuando el sol asoma comienza el horario de oficina de los recolectores de cartones, aunque algunos prefieren la noche. Con su campera gastada para defenderse del frío, y los dedos amorcillados, Juan, desarma las cajas y las apila en pliegues. Lo hace despacio, y en forma prolija. De vez en cuando frota sus manos.
Circula en bicicleta con un carro metálico por las calles piquenses. A veces junta hasta 50 kilos de papel por día, lo que representa unos 15 pesos que aporta a su casa. Allí, vive con un montón de hermanos y una hermana que a veces lo ayuda. Su padre hace “changas”, para arrimar algo más a la economía hogareña. No es el único recolector de cartones. Otros 20 recorren distintos puntos de la ciudad. Hurgan, meten mano, extraen: cartón, sobre todo, papel de diarios que los vecinos dejan en veredas de comercios céntricos, en barrios residenciales o en lugares más humildes. Mientras atan su mercadería, a su lado pasan otras vidas, ajenas.
Los cartoneros no esperan anuncios del gobierno, ni una suba de los precios internacionales. Esperan sí, hacer entre diez y quince pesos por jornada, un poco más un poco menos, según pinte cuando vendan su carga a los acopiadores que a su vez lo revenderán a las empresas que volverán a fabricar papel que será otra vez consumido y otra vez arrojado y recogido por los cartoneros algún día, de nuevo.
Asomaron en el paisaje urbano cuando estalló la crisis del 2001, al igual que en otras ciudades, cuando la pobreza se metió en los hogares sin pedir permiso. Permanecieron en el tiempo, y se agruparon.
Un breve recorrido por la ciudad muestra que la mayoría se mueve en bicicletas. A veces son miembros de familias, a veces niños recolectores. Hay algunos más organizados que otros. Se mueven en viejos chatas o en carros de mano. Desde ese lugar enseñan que en la basura, no hay sólo desperdicios.
Horacio está sentado sobre un tronco a pocos metros de un contenedor. Habla para adentro. Su cara está marcada por las huellas de la vida y su mirada trasmite resignación. Su historia es similar a la de otros cartoneros: declinación y la búsqueda de una tabla de salvación. “Necesito la plata para darle de comer a mis dos hijos. Por eso junto cartón, otros se dedican a otras cosas como hierro o botellas de vidrios”, cuenta, mientras su mirada se clava en el suelo y los codos de sus brazos se apoyan en sus muslos. Tiene los dedos de sus manos cruzados unos con otros, como rezando. Dice que suma entre 15 a 20 pesos por día juntando cartón y otros residuos. Comenzó hace algunos años, cuando trabajaba como ayudante de albañil. Después, el país cedió sus paredes y el techo golpeó a la sociedad. Los más necesitados terminaron en el sótano desde dónde algunos pudieron salir.
Un pibe arrastra un carro con ruedas de bicicleta. Apiló bolsas vacías de cemento y cal. Junto algunas botellas plásticas vacías. Va en busca de un billete o algunas monedas, que canjeará en el almacén del barrio. Tiene su propia ruta, un trazado por calles y veredas que le permite sumar kilos de cartón, como única real posibilidad de subsistencia, de sobrevivencia y de creación de lazos afectivos.
Menores y adultos, dicen estar ajenos a las disputas políticas. No hablan de “entidades rurales” ni de “jefes de gabinetes”. Prefieren alguna charla futbolera. Descreen de cambios que puedan modificar su vida.
En General Pico el acopio de cartón y papeles tiene se realiza en dos galpones, que revenden todo lo que se recolecta. El destino final del material son las grandes empresas papeleras y de fabricantes de plásticos. Cada recolector de cartón recibe quince centavos por kilo de papel de diario, y de 25 a 30 centavos por el kilo de cartón. El trabajo de “cartonear”, como lo llaman en el rubro, no es una tarea reservada solo a los hombres. Alguna mujer para escapar de la pobreza y poder servir una comida digna a sus hijos, también junta cartones y papeles. Lo hace tres días a la semana, rescatando de los contenedores todo lo que es vendible. La vida suele envolver a las familias en distintas realidades, y las crisis sociales dejan pisadas más allá de los contenedores.

domingo, 11 de mayo de 2008

Tres bares y ella

Oír esa canción me desplomó sobre el sillón; cuando coloque el CD en el equipo fue por curiosidad. En la portada decía: “música varios”. No recordaba su contenido ni quién lo grabó.
La segunda pista tenía ese tema de Génesis que me llenó de nostalgia. Miré la ventana y detrás de las cortinas vi sacudirse las ramas de los árboles. El viento las zamarreaba y la música sacudía mi vida. Volví a recordarla.
Me sentí lejos y la sentí lejos como la tarde en que nos despedimos en un bar de Buenos Aires. Ese día sus ojos claros lo dijeron todo. No hizo falta leer la carta que dejó sobre la mesa.
Unos años antes, en otro bar frente a una playa, comenzamos a enamorarnos. Caminar en la arena cuando el día de verano amanecía era nuestro paseo preferido mientras el sonido de las olas rompía el silencio.
“Sólo te besaré en Buenos Aires”, me dijo desafiante antes que sus vacaciones terminaran. Unas semanas después no resistí. Y en un bar de la calle Río de Janeiro, con mesas antiguas de madera, el amor remató la noche. Después caminamos por veredas angostas y en el medio de una avenida desierta grité que la amaba, mientras el olor del subterráneo invadía la ciudad.
Cuando el viento sacude con rabia las ramas siento miedo. Es que su mirada clara me sigue persiguiendo. Y si escuchó esa canción de Génesis todo se vuelve más confuso y difícil.

jueves, 8 de mayo de 2008

Demasiado tarde


Merlo es un rincón al que se llega por un camino serpenteado al este que quita el aire, y estalla en la cima de un cerro cuando el sol baja por un horizonte entre la cerrazón. Es una mujer joven de ojos claros y un pelo largo oscuro que pelea con sus canas. Sus manos, sin anillos, dibujan lugares. Su voz y la de sus hijos entonan canciones a la tierra y me llevan veinte años atrás. Es otra mujer que, detrás de sus gafas modernas dice que seguirá caminando y seguirá soñado, aunque duela. Igual que la voz andaluza que suena entre alforjas de cerámica que ella ofrece; como ofrece su actuación en el teatro del pueblo.
Merlo es el rumor de un río cuyas aguas chocan contra piedras. Algunas grandes, otras pequeñas, que forman su lecho, mientras los visitantes enfundados en ropa deportiva hacen equilibrio en ellas como un juego de infancia. Es una avenida que baja y sube, como el sol. Es conversar con el silencio, en casas que asoman entre plantaciones a los que se llega por caminos de ripio. Merlo es el aroma de los arbustos y la noche extensa tirado en el pasto con la mirada en las estrellas. Es, también, un lugar en el mundo para algunos. Un refugio, para otros. El descanso temporal para muchos.
Es una casa con vidrios de colores primarios, dónde se tejen historias de vida con telares artesanales. Merlo, es el poeta con el artista. Las soledades en la búsqueda del otro. Y, además, es un lugar que descubrí demasiado tarde.

jueves, 24 de abril de 2008

La plaza de los girasoles

La luz del sol cae perpendicularmente sobre las veredas de la plaza céntrica de Trenel, algunas llenas de semillas de girasol. Aunque las calles mojadas por el aguacero nocturno permanecen casi desiertas en la mañana de ese lunes que se presenta frío. El tono gris de las nubes, recuerda que el otoño existe. Pequeños charcos formados cerca de los cordones pintados de blanco reflejan arcos iris y hojas secas vuelan con destino incierto.
En la puerta de la comisaría un solitario policía vestido de marrón mira hacia una de las esquinas, quizás releyendo el antiguo cartel despintando que recuerda no cortar flores, mientras el reloj de la iglesia marca las ocho y cinco en sus números romanos. Todo es silencio. La calma sólo se altera por el aleteo de las palomas que vuelan desde sus nidos ubicados en el campanario. El simulador de disparos instalado por el cura del pueblo no las asusta y las mensajeras de la paz insisten en permanecer en sus nidos católicos. Pocos autos están estacionados en diagonal frente al edificio de la municipalidad, mientras las ventanas de las casas bajas aún no se han abierto. El pueblo vive su cadencia pampeana.
En la plaza, que lleva el nombre de la Revolución de Mayo, rodeada por arbustos, acacias y rosales todavía perduran vestigios del domingo. Es el día dedicado al rito semanal.
En grupos de cuatro o cinco, los jóvenes van llegando al lugar. Lo hacen caminando, en bicicletas, en camionetas o en autos. Cada tribu ocupa su lugar como si le perteneciera. Desganados o alegres. Escuchando música o bailando, hacen que la plaza sea por unas horas, su hogar pueblerino.
Jóvenes y adolescentes conviven entre el verde y los rosas de los rosales. No todos toman mate pero sí la mayoría mastica las saladas pequeñas semillas de girasol.
Amigos del barrio, compañeros de escuela, primos lejanos o cercanos, pasan el tiempo en silencios largos, susurrando o hablando a los gritos, mientras alrededor de ellos giran una y otra vez autos y motocicletas como parte del paseo dominguero. La famosa vuelta del perro como se acostumbra a llamarla en los pueblos.
Un grupo de amigos escuchan la música que sale de algún equipo de música. Otros, se entretienen con sus celulares. Los mensajes de texto viajan por el ciberespacio en busca del destinatario que seguramente estará a pocos metros.
Las tulipas plásticas sobre columnas naranjas iluminan tenuemente los bancos de mármol donde los adolescentes se sientan a hacer confesiones sobre amistades y amores.
El monumento en homenaje a la bandera domina el centro. Su alto mástil gris compite en altura con pinos, cipreses y hasta con un sauce llorón. En sus escalones se sientan un grupo de madres jóvenes mientras sus hijos pequeños corren y revuelcan parte de su infancia sobre el reverdecido pasto. Sus paredes suele aparecer con corazones dibujados, como si fuera un pizarrón dedicado a las declaraciones de amor.
A pocos metros, del monumento y del busto al General San Martín, se encuentra un ceibo, único árbol de la plaza que se destaca por tener a sus pies un monolito con tres placas que recuerdan a una joven desaparecida durante la dictadura. Un caldén y una araucaria crecen cerca. Aún son árboles bajos entre los más altos. Fueron plantados un 24 de marzo para mantener viva la memoria popular.
En una de las esquinas, el reloj de sol construido para el centenario del pueblo señala la hora del encuentro y alrededor de la estatua que recuerda el Día de la Madre, unas amigas se refugian en la penumbra de los secretos.
Cuando la noche comienza a asomar, y las luces del alumbrado público se encienden, la muchedumbre de jóvenes abandona la plaza. En una semana se repetirá el rito dominguero. Al día siguiente, muy temprano, los jardineros municipales volverán también a su rutina. Con sus tijeras podarán los arbustos; cuidarán de los quinientos rosales que con sus coloridas flores rompen la tonalidad verde. Regarán cada árbol. Mientras trabajan, barrerán hojas, levantarán alguna botella plástica tirada en el suelo, y sentirán bajo sus pies las semillas de girasol. Y, aunque no lo recuerden, sabrán que es lunes.

domingo, 20 de abril de 2008

Un saludos a latinoamericanos y españoles

A los sacrificados lectores de este blog, que viven por Colombia, Perú, y otros países de Latinoamerica. Como a los españoles que de vez en cuando se pegan una vuelta por el sitio...un saludo enorme...Espero algún día sorprenderlos con alguna crónica que los motive a regresar...

miércoles, 16 de abril de 2008

Los sonidos del cementerio

Olga pidió cantar por su hija. Se colocó el poncho y abrió la carpeta con la letra de la canción. Los demás integrantes del coro se acercaron a ella, mientras el profesor rasgaba nervioso la guitarra. Cientos de personas estaban en silencio bajo la llovizna. En la penumbra de la capilla, ubicada en la entrada al cementerio del pueblo, el esposo de Olga permanecía parado al lado de urna blanca del tamaño de cuatro cajas de zapatos. Estaba cubierta por la bandera argentina y tenía una rosa encima. Adentro, los huesos de un cadáver encontrado después de 29 años.

martes, 8 de abril de 2008

Don Emilio, el anarco

Don Emilio Blanco, el anarco, como lo llamaban en el pueblo, había nacido en un aldea llamada Bendoiro, cerca de Lalín, en la provincia de Pontevedra. Una mañana de 1906 se embarcó en el buque Atlantique y partió rumbo a América, junto a uno de sus hermanos.
El trabajo del ferrocarril lo llevó hasta el pueblo de Trenel, dónde se afincó en 1912. Todo llanura, sin ríos ni arroyos. Una muchacha joven lo acompañó y asumió el trabajo de ama de casa. Cocinó y lavó ropa para todos los varones. Cosía y tejía por las tardes, sentada en el patio trasero dónde crecía la verdura que Don Emilio, el anarco, sembraba en su quinta. Días y noches se consumieron en Trenel. Los hijos crecían bajo la voz honda de su padre que pasaba el tiempo entre la carpintería y su herrería. Los vientos arrastraban cardos rusos que rodaba por las calles, y quedaban enganchados en los alambrados. La lluvia creaba lagunas y las ruedas de los carros marcaban sus huellas. Por las noches sólo se escuchaba el sonido del silbato del policía que hacía la ronda a caballo, mientras los focos solitarios de las esquinas se apagaban a la medianoche, cuando el motor de usina dejaba de sacudirse. En los días de calor, Trenel parecía encenderse bajo un fuego de brasas y el viento acercaba el aroma a cosecha. Entonces, las bebidas se enfriaban en el agua de los aljibes. Cuando el frío atravesaba paredes, las cocinas a leña reunían a las familias, jugando a las cartas. Don Emilio, el anarco, vio emigrar a sus hijos jóvenes. Dejaron el pueblo cuando la sequía agrietó la tierra y la miseria obligó a los hombres a internarse en los montes de caldenes para trabajar de hacheros durmiendo en chozas de pajas. Su vozarrón quedó retumbando entre las paredes, mientras en España los sonidos de los disparos de la Guerra Civil sacudían a pueblos y maldijo a los nacionalistas. Sufrió las muertes a la distancia. La casa vacía de varones, rompió en llantos de niñas que la muchacha parió. Cuatro mujeres llenaron el hogar. Don Emilio, el anarco, caminó cada mañana hasta su trabajo en el hospital. Las cartas seguían llegando desde España, y cada una fue guardada sólo por él. La mañana del 10 de setiembre de 1956, sintió su cuerpo pesado. Su pecho se agitó y un dolor fulminante lo atravesó. La muchacha apoyó su mano en la cara arrugada y lo acarició despacio, mientras una vecina corría a buscar al médico; sollozó y salió de la casa. Sus hijas la siguieron. Don Emilio, el anarco, nunca regresó a su tierra y una lápida gris lleva sus fechas fundamentales: diciembre 1888-setiembre 1956.

viernes, 28 de marzo de 2008

La calle de los cien años

“Dame media hora más”, grita una voz casi infantil a la encargada del ciber mientras sus manos sacuden el teclado de la computadora. Sus ojos están clavados en el monitor. A poca distancia, entre la penumbra y encajonado por tabiques de maderas, otra voz reclama más acción con los auriculares colocados. Los juegos en red despiertan reflejos que los dedos ágiles tratan de expresar en el teclado y en el mouse. Juegan interconectados con otros chicos, que desde otras máquinas participan de la misma competencia. Están cerca, se gritan cosas, pero no se miran. Los ojos siguen fijos en las pantallas.
Otros se sumergen en el mundo del chat, jugando con monosílabos, abreviaturas y símbolos, en citas a ciegas. El idioma irrespetuoso y veloz surca el ciberespacio y se mete en otros monitores, quizás de amigos virtuales. Acumulan un listado de contactos con nombres exotéricos. El desenfado abunda en la conversación. El ciber es una ventana para comunicarse al mundo; un lugar dónde se amigan soledades virtuales y reales. “Te espero en la vereda”, dice una chica a una compañera de colegio. Afuera, algunos adolescentes se apiñan bajo un toldo. Sus dedos presionan las teclas de los celulares. Un mensaje de texto busca su destinatario. En la vereda bicicletas de todos los tamaños esperan desparramadas, informales, como ellos.
Enfrente sobre mesas redondas y cuadradas, las cartas españolas patinan sobre el mantel o el paño. Como hace tres o cuatro décadas, o más. En el club, retumban voces adultas y risas. Hombres canosos dejan su vida en las partidas de escoba. Se desafían y entretienen su tiempo después del almuerzo y antes de la siesta pueblerina. El fútbol o la política despertarán alguna polémica en las charlas. Y si no existe tema, alguien lo provocara. En su vitrina, el club acumula trofeos. Las paredes muestran fotos en blanco y negro. Equipos de fútbol o jugadores de bochas, recuerdan las competencias ganadas. El olor a comedor invade el ambiente. Los diarios están desparramados sobre el mostrador, juntos a vasos, tazas y sifones revestidos de plástico. El club reunía amigos y complicidades. Alteraba rivalidades lugareñas y generaba hechos sociales. Fomentaba bailes y deportes. La música de las orquestas unió parejas y generó casamientos.
En la esquina, un hombre de 90 años, baja de su bicicleta de ruedas petisas, con dos portaequipajes. Domingo, tiene casi tantos años como la vida del pueblo de Trenel. En el manubrio lleva colgada la bolsa plástica de los mandados con raya de colores verticales. Su tienda ubicada en la esquina de San Martín y 9 de Julio supo ser una de las tiendas más importantes de Trenel. Sus paredes altas están erosionadas. Las persianas metálicas permanecen bajas. En una de las vidrieras cuelgan guardapolvos. La puerta lateral, de dos hojas, sobre la calle San Martín tiene un cartel colgando de un hilo de nylon: “Ya vengo”, dice. A su lado calcomanías publicitan a un calzado infantil. Otra redonda recuerda los cien años de Trenel. “Laferrere Campeón”, dice una alargada, con el escudo del club.
Por dentro los tubos fluorescentes rompen la penumbra. Un largo mostrador soporta la antigua caja registradora, cubierta por un nylon. Las estanterías están semi vacías. Cuando las calles en Trenel eran de tierra y los sulkys quedaban amarrados a las argollas de hierro que aún existen en los cordones, los compradores alzaban su mirada, que se posaba sobre las cajas con sombreros en el último estante. Domingo Rivero recuerda la época con nostalgia y lucidez. Recorre la amplitud de la tienda, de piso de madera, y techo alto del cual colgaban carteles de publicidad de ropa.
Las vitrinas de madera y vidrio ocupaban el centro. Telas, pantalones, camisas, calzado, se ofrecían a los compradores que llegaban desde las localidades vecinas. Los dueños y empleados ofertaban la mercadería vestidos con camisa, corbata y tiradores. “La gente llegaba desde el campo y se hospedaba en los hoteles o las fondas. Después salían de compra”, dice Domingo, cuya tienda esta ubicada a pocos metros de la estación del tren, que ya no tiene campana ni vagones. Ahora es un ropero comunitario. La tienda acumula cajitas con muestras de botones, y perchas vacías. Un almanaque de taco recuerda el día y el año. Cientos de familias se vistieron en la “Tienda Casa Rivero” y pasearon su andar, cuando la avenida San Martín era de tierra y tenía un bulevar, que después se quitó, y ahora dicen va a volver. “Algunas cosas vuelven, pocas”, dice Domingo, que llegó a Trenel con 22 años. Un billete de la Lotería de Uruguay le dejó un buen premio y se trasladó al pueblo junto a parte de su familia. Desde aquel tiempo joven, por casi 70 años, Domingo consumió parte de su vida en la tienda, cuyo nombre asoma borroso en el cartel de la esquina. En una de las veredas, junto a las argollas dónde se ataban los sulkys, un antiguo surtidor a manija, pintado de rojo y blanco, recuerda en su globo superior la marca de un combustible americano.
Mientras, Domingo sube a su bicicleta, los chicos en el ciber, abren fotolog que expresan estados de ánimos, junto a fotografías. “Postearan”, y dejaran sus firmas en otros paginas. Sus mensajes tendrán tantas simplificaciones como dibujos, un código que manejan con facilidad, ajeno a otras generaciones, rompiendo reglas de ortográficas y semántica.
La calle San Martín, a una cuadra de la estación de tren, reúne a chicos que se sumergen el ciber y a los adultos que prefieren la contención del club, tratando de sumar quince, para gritar “escoba”. A pocos metros, un hombre de lente marrones y con gorra, los observa entrar y salir. En la esquina de su tienda quedaron marcadas las épocas, cuando el ciber era un antiguo almacén de ramos generales bautizado con nombre italiano, y en el club sonaba la orquesta para alegrar noches alumbradas por solitarios focos en las esquinas, bajo los cuales se dibujan los juegos en la tierra.

lunes, 25 de febrero de 2008

La ventana indiscreta

La presencia del cabo Arnaldo Ríos todas las noches esperando a su nueva novia en la vereda del negocio de la verdulería alteró la tranquilidad del barrio. Cuando la luz del día se desvanece, suele amarrar su bicicleta al cordón y comienza la guardia. Espera que ella entre los tres cajones de frutas y salen juntos por la ancha avenida. Yo los observo desde unos quince metros a través de mi ventana, pero también los escucho. Imposible no oír esa voz alborotada de la adolescente novia del uniformado que reclama casamiento.
Quizás las cortinas oscuras de mi ventana puedan ser el telón imaginario de un teatro pueblerino, donde la obra a estrenar cuenta la historia de una pasión amorosa que se desató de la noche a la mañana, con escándalo incluido. Allí estarían como actores principales, el cabo y la verdulera. Claro, que también habrá actores secundarios ocupando el lugar de despechados y las comadres del pueblo desparramando versiones casi todas falsas como dañinas.
Para los pobladores de la cuadra es casi como vivir en un country con seguridad privada. Nunca vieron pasar la camioneta de la policía tantas veces por la misma calle. No es el único vehiculo que repite su andar por la calle frente a mi ventana. Los colectivos la eligieron para poder ingresar a la Terminal ubicada en el centro del pueblo, frente a la plaza. El ruido de los motores me es familiar y hasta conozco cuando llegan demorados, algo casi habitual. Tan habitual como los movimientos de la vecina de la casa de enfrente, sacando el tarro plástico blanco con la basura. Justo después de las ocho. Luego el sonido de la persiana me indica que la ventana se cerró. Ella me suele observar con detenimiento los domingos cuando por la mañana barre la vereda y yo semi vestido, salgo a buscar el diario. Pocas palabras hemos intercambiado en los últimos meses, salvo el saludo de rigor.
Muchas veces cuando el cansancio de estar frente a la computadora se apodera de mí, miro hacia la calle como descansado la mirada en otra parte. El paisaje me es conocido. Los ciclistas, los que salen a caminar para mantener una buena salud, los autos…las camionetas.
La ventana me devuelve fotografías similares todos los días. Pero algo extraño pasó en las últimas semanas. Y nada tiene que ver con el romance entre el policía Reyes y la adolescente que, tanto preocupa al pueblo. Cuando miro en profundidad por la ventana, la calle asfaltada vuelve a ser de tierra, los cordones pintados de blanco para la fiesta del pueblo no están y la iluminación desaparece. Y por allí, con andar cansino como cargando la vida lo veo a él. Camina por el medio de la calle con un poncho en el hombro para protegerse del viento frío de agosto. Va hacia el hospital como todos los días. Y al llegar a la avenida cruzará la vía para luego entrar por el camino rodeado de eucaliptos. Lo veo pasar siempre y aunque lo conozco no me saluda. Su casa está cerca, a la vuelta de la esquina. Somos vecinos en tiempos diferentes. Siempre espero que se de vuelta para mirarme. Espero un gesto, un breve saludo, pero no ocurre. Entonces me doy cuenta que los recuerdos del abuelo entraron de nuevo por la ventana y yo vuelvo a conversar con el silencio.

viernes, 22 de febrero de 2008

Viernes negro

El viernes amaneció lluvioso y las calles mostraban el agua acumulada en los cordones. La gente saltaba charcos para poder cruzar de vereda a vereda. Las nubes grises cubrían la ciudad. Algunos corrían. Hacía el mediodía el cielo se oscureció por completo, preciso instante que algunos partían de vacaciones; otros regresaban.
En un momento, una de las rutas que cruzan la llanura pampeana se convirtió en un campo de lápidas y cruces. La noticia sacudió. Sobre el asfalto, a pocos kilómetros de General Pico, mueren 4 niños por un choque desgraciado. Junto a ellos cuatro adultos dejan la vida y se sumergen en la eternidad. La muerte en auto parece no tener freno.
La ciudad se sacude y sus calles se llenan de ausencia. El dolor se nota en las conversaciones en voz baja, las cabezas gachas, los ojos irritados de hombres canosos. Familias destrozadas, abuelos sin nietos, tíos sin sobrinos. Hermanos acompañados solo por la tristeza. Y la ausencia que, estará presentes en aulas o en mesas de café de amigos.
El día sigue oscuro. Y la lluvia no cede. La conmoción entre los vecinos se expresa entre plegarias y abrazos. Cuando la luz del sol se desvanece, en otra ruta pampeana, cerca de un pequeño pueblo llamado Pichi Huinca, dos automóviles paran en la banquina. Sus ocupantes intercambian bolsos y se saludan. Son familiares que decidieron encontrarse en ese lugar. En un momento, en otro breve instante, un viejo automóvil los choca de manera incomprensible. Una abuela y su nieto mueren. Los demás quedan heridos, entre ellos dos niños. Más cruces, otras lápidas. Todo se vuelve más sombrío.
El luto envuelve a familias de ciudades y pueblos pampeanos. En las rutas quedan las marcas de vidas incipientes, adolescentes con sueños, niños dibujando sus primeras palabras, adultos renaciendo al amor, abuelos jugando con nietos. Ya no están. La imprudencia se llevó por delante sus vidas, dejando clavadas las marcas del dolor.

martes, 5 de febrero de 2008

El supermartes argentino

El “supermartes” no sólo tiene trascendencia en Estados Unidos. Siempre envidiosos, los argentinos tuvimos nuestra versión vernácula. Claro, no vinculada a elecciones internas. Sino a elecciones de vida. 900 pasajeros se subieron a un tren bautizado “El Gran Capitán”. Partieron de Posadas, en la provincia de Misiones, un domingo. Llegaron un martes. Los ocupantes pasaron dos días de sus vidas arriba de vagones, como si fueran parte de un ejercicio de supervivencia. Chicos durmiendo en el suelo. Sin agua potable. Con un pedazo de pan y una feta de fiambre como comida. Ancianos descompuestos, mujeres embarazadas sudando de fiebre. Así soportaron 900 argentinos su viaje por las vías. El tren quedó varado en el medio del campo. Después llegó la frase preferida cuando surge un problema: “en media hora se soluciona”.
Cuarenta y ocho horas después, llegaron un martes a la tarde, cansados y vapuleados. Por los ándenes arrastraron sus pertenencias; en sus caras llevaban las muestras de impotencia y de la ingratitud privatizada.

lunes, 4 de febrero de 2008

El "Pelado Alvarez"



Le gusta vestir de blanco y por eso luce una musculosa. Sus pantalones largos muestran su sello de categoría. Para muchos se convirtió en una celebridad. Otros lo consideran un exponente fashion que nada tiene que ver con el nuevo apodo: “el pelado Alvarez”.
Aún entre rejas no deja de ser un tipo distinto. Una faja le cuelga sobre una de las piernas, y sus pies muestran sandalias chatas. Sigue siendo “Gaby”, como lo llaman amigos y familiares. Está preso. Una tarde de verano en Punta del Este, viajaba junto a su secretario y chofer en un auto importante. Se maneja como se vive, dijo alguien. Terminaron estrellados a un costado de la ruta.
Algunos famosos, montados en cuatriciclos corrieron a ver que pasaba con él. Con Gaby. A pocos metros, sobre el pavimento había dos pibes tirados. Muertos. La moto en que iban, destrozada por el choque.
“Fue Gaby”, dijo su amigo. Gloria Pérez del Cerro, tenía 31 años. Fernando Cichiari, 32. Ya no están. El descontrol del glamour se los llevó por delante.

martes, 29 de enero de 2008

Matando a la victima


El asesinato de Rosana Galliano (29 años), sacudió el verano. Cuatro disparos terminaron con su vida, dejando a dos hijos sin mamá. Vivía en un barrio de clase media, llamado “El Remanso”, ubicado en el gran Buenos Aires, lugar donde ella no encontró tranquilidad.
A las pocas horas, muchos creyeron ver similitudes con otros crímenes ocurridos en barrios privados, cuyas familias llenas de “glamour” generan noticias con algo de morbo. Los medios nacionales “rompieron sus pantallas”. Comenzaron a alternar mujeres de colas firmes en la orilla de la playa, con casos de mujeres asesinadas.
“Otro crimen en un country”, titularon. Y se comenzó a mencionar una lista de posibles amantes, aventuras extraconyugales, y fantasías sexuales. Las comparaciones con las muertes de María Marta Belsunce, y Nora Dalmasso fueron tan inevitables como erróneas.
Un hombre calvo y 30 años mayor que la joven muerta enfrentó a los micrófonos. Se llama José Arce. Tiene cara de poco amigos y gestos torpes. Es el viudo. El padre de los dos hijos que ahora no tienen mamá. El hombre fue acusado por la familia de la victima como sospechoso del asesinato. Él salió a defenderse.
“Yo no soy Carrascosa”, dijo en alusión a otro viudo, el de María Marta Belsunce, muerta no se sabe aún por quién. La televisión insistió, y trazó paralelos entre los asesinatos de Nora Dalmasso, María Marta y Rosana. Nada tienen en común, salvó que hasta el momento los tres crímenes permanecen impunes.
“Yo no soy Carrascosa”, repitió José Arce, frunciendo sus cejas. Y en el juego de las diferencias, quizás tenga razón. Arce dice vender pollos; el “gordo” Carrascosa es agente de bolsa. El esposo de Norita es un traumatólogo reconocido.
José Arce estuvo en Estados Unidos, dónde terminó preso por consumir drogas. No puede volver a pisar el país del norte. Carrascosa viajó por todo el mundo; el marido de Nora participaba de simposios internacionales. Arce, no alcanza a terminar un partido de tute cabrero. Carrascosa juega el bridge. El traumatólogo es campeón de golf. En el crimen de Río Cuarto, vincularon a ejecutivos, políticos y empresarios a la vida sentimental de Norita. Un jardinero y un heladero fueron relacionados con Rosana por Arce que, se reconoció “cornudo”, pero no mandó un mensaje de texto al 1515 donde ayudan a las víctimas de la infidelidad. Ironías la margen, el verano suele ofrecer en las salas de teatro comedias musicales y la televisión parece empeñada en hacer de cada crimen un Gran Hermano.

jueves, 24 de enero de 2008

Caótica venta de entradas para un partido de fútbol


Algunos varones y mujeres fueron rescatados por los bomberos desde el techo de las boleterías. Otros fueron atendidos por la emergencia médica en el suelo con mascaras de oxigeno. Estaban desmayados y golpeados. Una mujer, junto a su hijo huyó despavorida entre la avalancha humana perdiendo las zapatillas y algo de ropa. Un grupo de jóvenes quedó semi desnudo porque les arrancaron las remeras.
La policía no podía contener el desorden, mientras los médicos recibían más pedido de ayuda por gente con principios de asfixia. El ulular histérico de las sirenas alteró los nervios y comenzaron más corridas. Algunos uniformados llegaron al lugar a caballo.
No es el relato de la noche negra en que se incendio de Cromañón. Es una muchedumbre de argentinos que se levantó muy temprano, algunos dicen que a la 5 de la mañana (hora argentina, menos en el feudo puntano de los Saá), a comprar una entrada para ver un partido de fútbol, bautizado como el “superclásico”. Casi termina en tragedia.
Días antes, uno de los jugadores, al que apodan “el burrito”, prometió que su equipo pasaría por encima a su rival. Un jueves 24 de enero, argentinos pisotearon a otros argentinos, en busca de un ticket que les permita disfrutar de un espectáculo. La violencia y la sinrazón parecen no tener vacaciones.

jueves, 17 de enero de 2008

Las aspas de la libertad


Las aspas del ventilador alteran la noche calurosa. Mi cuerpo sudado entre sábanas de colores da vueltas sobre el colchón. El sonido monótono me ha vuelto a despertar. Pienso que es el clima tórrido que no me deja dormir; pero de nuevo asoman sus ojos de mirada clara que me desvelan.
Enciendo el velador y alcanzó a ver el reloj. Las agujas marcan las 2 y 45. Busco los anteojos sobre el cajón de esterillas que hace de mesa de luz, donde se apilan algunos libros, junto a señaladores cursis, un alicate para uñas y diarios mal doblados. Me incorporo y mis pies descalzos se apoyan sobre la alfombra rústica que cubre parte del piso de madera; pienso en qué lugares habrá dormido ella. Qué ruidos alterado su sueño abrumado por imágenes del pasado; cuántas pesadillas carga en su interior.
La luz de la luna que entra por las ventanas de la casa me ayuda a caminar en la penumbra hasta la cocina. El bidón con agua que guardo en la heladera refresca mi garganta. Por miles de día y de noches, ella no pudo calmar su sed como yo lo hago en la soledad de la madrugada.
La imagino recostada sobre una improvisada hamaca, sus dedos largos espantando insectos que se acercan, mientras el ruido del agua del río, sirve de remanso a otras voces lejanas. Su cuerpo está dolorido. Su mente llagada siente la agonía y retumban en sus oídos los disparos de la tarde. Sintió más miedo que nunca y notó manchas en su piel. La muerte le rozó cerca.
Sus ojos vuelven en la noche y escurren palabras.
La mirada clara en la tarde de la liberación, acompañaba la sonrisa entre labios ajados. Las ojeras cavadas en el cara mostraban el paso de los años, las huellas de la ausencia. La tupida selva con fauna y flora ajena a su vida cotidiana fue sacudida por las aspas. El día del regreso, el sonido de las hélices de los helicópteros erizó su piel. Ella, se levantó y posó su mirada por sobre los árboles. Los pájaros blancos con cruces buscaban descender cerca de las señales. El viento de los rotores sacudían ramas y las hojas sueltas volaron libres.
Varones y mujeres humanitarios bajaron de las naves. Ella caminó en busca de otros brazos, otros aromas, alguien que le recuerde el sabor de la libertad. En la profundidad de la selva, cientos quedaban aferrados a la ilusión del rescate. Sus manos acariciaban su pelo atado. Las venas se marcaban en sus brazos, quizás como señal que otras venas siguen abiertas en América Latina.
Clara está llena de cicatrices que no afloran en la piel. Calan en su interior. Supo parir un hijo en el medio de la selva. Un llanto que rompió la noche de un 16 de abril. Emmanuel, lo bautizó. Después de 8 meses, perdió también el rastro de su niño.
Las aspas del ventilador siguen girando. La casa bajita sigue calurosa y me atormenta pensar que mujeres y varones, en un país lejano, están engrillados, sujetos a árboles o a camastros: esperan por retornar a la libertad, mientras conviven con la muerte. Sienten las bombas, las ráfagas de ametralladoras, el silbido de las balas y la indiferencia humana.
Dicen que de un lado están los malos y del otro los buenos. Cuesta entender la perfidia del malo y la apatía del bueno. Sobre la cama aún caliente recuesto mi cuerpo. El aire fresco del ventilador enfría mi piel. Mi mano se extiende, mis dedos presionan la perilla y apagan el velador. En pocas horas amanecerá. Mis ojos están cansados, la mente turbia. Ellos siguen en la selva y pienso que la única esperanza es la mirada clara que, ilumine a los que deben frenar el horror de no poder ser libres.