lunes, 8 de septiembre de 2008

La espera de la abuela

Detrás del humo blanco y la tierra que levanta el viento, está Eleuteria. Tiene 71 años y sus manos moradas que se extiende en dedos hinchados que sostienen galletitas en forma de oblea. Sentada enfrente del predio de la Sociedad Rural de Pico, y de espalda a las vías del ferrocarril, la mujer espera por alguien que cargue lo que juntó desde el inicio del día.
Está rodeada de cartones, cajas vacías, botellas, bolsas de colores y hasta con partes de una bicicleta rota. A tres metros, un tronco aún arde entre cenizas de lo que fue hasta hace poco un fuego donde Eleuteria buscó calor. Lo encendió al amanecer, cuando la sensación térmica en la ciudad marcaba seis grados bajo cero y los pobladores se despabilaban.
Eleuteria cuenta que cada día llega a las 5 y media de la mañana, para hurgar entre los contenedores cosas que después pueda vender. Desde diarios viejos, hasta alambre, caños de cobre y papel de todo tipo. De vez en cuando aparece alguna ropa que ella misma lava y arregla. “Así me gano la vida, y tengo algo más para comer, porque con la jubilación no me alcanza”, dice.
A su lado tiene las herramientas de trabajo: una tenaza y un cuchillo con mango improvisado. Con eso se arregla para empaquetar lo que puede ser utilizable. Después, lo depositará en su casa hasta que pasen a comprarlo, una vez a la semana desde Santa Rosa. Mientras habla llegan más vecinos a depositar basura. Los contenedores rebalsan de residuos. Alrededor hay desde cubiertas en desuso de camión y tractores, hasta cajones de madera. El ruido de los camiones municipales cargando ramas y troncos, rompe el silencio.
Eleuteria, no sabe precisar en que momento su vida ingresó en un tobogán. En un tiempo tuvo un hogar y un amor. Nacida en Conhelo, vivió en varios pueblos de La Pampa hasta refugiarse desde hace 9 años en General Pico, lugar en que la gente le tendió una mano solidaria. Enviudó hace 29 años y tuvo diez hijos. El número de nietos no lo conoce, y además, cuenta que no la visitan.
“Me gustaría vivir con alguno de mis hijos”, repite mientras vuelve un colocar un pedazo de galletita en su boca. Al igual que en muchas ocasiones, nunca se sabe si falta una habitación o sobra un abuelo o una abuela.
El viento helado no frena el ímpetu de Eleuteria para juntar cosas que otros ya no usan. La cara está surcada por arrugas que el rigor del tiempo estampó en su piel, dejando huellas. Los ojos se esconden detrás de anteojos de armazón plástica. Su pelo entrecano se sostiene con hebillas y parece regado por las cenizas del fuego. Al hablar, sus labios tiritan entre dientes que el agua oscureció.
Viste ropa gastada que quizás alguna vez estuvo de moda. Una campera gruesa, pollera de colores y medias de lanas en sus pies es el uniforme de casi todos los días cuando camina desde su casa hasta los contenedores. Ella, en soledad asimiló que la vida es como hurgar en una bolsa cuyo fondo parece no tener fin. Cuando la tarde piquense avance, Eleuteria cumplirá el rito de regresar a su refugio, o rumbo al olvido. Eso, solo ella lo sabe.